Nadie diría que la realidad es mentira. Nadie diría que una col y otra col no son dos coles, que el Tajo no pasa por Lisboa, que Goya no pintó la Maja Desnuda o que la risa no es un movimiento de la boca y otras partes del rostro que demuestra alegría. Todo esto podría ser bien cierto y aún diría que lo es si aquella mañana no me hubiera encontrado en aquel parque. Yo vivo sólo, lo importante es el método. Paseaba, como es costumbre, cerca del estanque oreando mis pensamientos con el vientecillo de abril, el sol recién salido despertaba mis músculos aún entumecidos por el sueño. He de decirles que no soy de esos a quien les gusta quedarse en la cama con el sopor de la duermevela y esperan a que el ruido de la ciudad: el fragor de los automóviles, la vida del vecindario recién salida del letargo: gente que entra y sale abriendo y cerrando puertas, quizás yendo a por el pan o trayendo un paquete de café, los correteos de los niños, el sonido de una olla exprés o una llamada de teléfono, les dé una excusa para volver al mundo. Me gusta salir a la calle recién levantado, no antes sin pasar por el ejercicio del aseo elemental, que sin embargo todavía no despeja los sentidos, y asaltarlos con las vicisitudes de la mañana. El sol, que deseca la acuosidad de los ojos aún soñolientos y obliga a la retina a habituarse una vez más a la luz y el color, el viento a veces, que refresca y espabila, y si es fuerte pone a prueba la destreza con que el cuerpo recupera el equilibrio de la verticalidad reciente, el olor de la tierra mojada, el olor a pan de las panaderías madrugadoras, el del aceite de las churrerías, pesado y un poco ácido que sale al paso como una mano pegajosa, el pitido de los pájaros desde las ramas o desde las aceras protestando porque el rastreo nocturno de las ratas han dejado pocos mendrugos para la mañana. El tacto del primer cigarrillo malo para la salud antes del desayuno que sabe seco y recio como un café muy cargado. Como iba diciendo, paseaba yo por aquel parque despejando el cuerpo y mis sentidos, pensando en cosas vanales: en las deshiladuras de las mangas de mi chaqueta, acaso en si iba a desayunar esa mañana café con tostadas y si debería tomar un zumo de naranja aunque a media mañana se me resintiera el estómago, porque el zumo de naranjas me produce acidez, cuando vi a un hombre sentado en un banco. En principio era un hombre como otro cualquiera, vestía un abrigo de felpa negro abotonado hasta el final, de manera que apenas se le veían las piernas, ligeramente entreabiertas. Recostado sobre el respaldo del asiento, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo y el cuello relajado, la cabeza apoyada sobre los hombros, parecía mirar distraído hacia algún punto del horizonte, por encima del estanque. Continuar mi paseo por la orilla del estanque significaba irremediablente pasar junto a aquel hombre; podría haber dado media vuelta y proseguir mi paseo por otro camino, lo que habría sido un gesto de misantropía por mi parte, pero lo que me molestaba era tener que importunar su contemplación. ¿Nunca han tenido esa sensación de estorbo que se tiene cuando uno pasa por delante de una cámara fotográfica y se dan cuenta de que se interponen entre el objetivo y el punto de mira? Con el agravante de que en este caso no se podría conservar una reproducción en papel de lo que se observa, o dicho de otro modo, que esa mirada jamás volvería a repetirse. Cuando estuve a su misma altura giré la cabeza hacia él buscando la complicidad de los madrugadores solitarios, pero sus ojos estaban vacíos de cualquier mirada. Tenía la cara congestionada y la boca abierta en una enorme carcajada feroz que dejaba ver la mayoría de sus dientes. Me impresinó tanto esta visión que tardé varios segundos en reaccionar. Yo miraba hacia el punto donde adivinaba debió estar mirando para reírse en esa carcajada última y sólo acertaba a ver los suburbios de la ciudad y el paisaje detrás. Tuve la suficiente sangre fría para llegar corriendo a la comisaría más próxima y allí pude explicar lo sucedido. Después todo fue muy confuso. Recuerdo que me acompañaron a casa y que me hicieron tomar unos calmantes. Estuve treinta y seis horas inconsciente. Pasé varios días enfermo; no podía quitarme de la cabeza la expresión en la cara de aquel hombre muerto. Cuando estuve repuesto la policía me citó para declarar sobre lo sucedido. Un formalismo; al parecer el sujeto había muerto por causas naturales. Insuficiencia respiratoria. Yo no podía dar crédito a lo que oía. ¿ Cómo alguien podía morirse ahogado mientras se reía? - Muy sencillo, el viejo se estaba riendo y le produjo un fallo respiratorio. Luego llegó el juez, que mandó levantar el cadáver. Nadie fue a reclamarle. Salí de la comisaría, apenas era media mañana. Decidí dar un corto paseo y luego desayunar en alguna cafetería del centro de la ciudad. Los últimos acontecimientos habían modificado mis hábitos matutinos.
Sin darme cuenta, mis pasos me llevaron al mismo parque en el que me encontré con aquel hombre muerto. A decir verdad, este parque era el más cercano a la comisaría, así que tomé el mismo camino que aquel día, pero en esta ocasión rodeé el estanque y me detuve en la parte opuesta a la que se encontraba el banco. Detuve la mirada sobre el banco, allí donde recordaba que estuvo aquel hombre, adivinaba su rostro, su expresión burlona y patética. Sin darme cuenta, tres gatos callejeros se me habían acercado y bailaban alrededor de mí en círculos. Dí un golpe en el suelo con el zapato y salieron huyendo. Se había levantado un poco de viento. Alcé las solapas de mi abrigo de felpa negro y proseguí mi camino por el borde del estanque.
Otoño de 1998. (Recordando Coimbra/ Lembrança de Coimbra)
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